jueves, 9 de marzo de 2017

Clamando desde la tierra.

Francisco Andres Flores, 

Mentiras y verdades de los desaparecidos.

“Muchos recuerdan aún la casa de la familia ubicada en calle Mitre 327”.
Mirta, Irene Pérez Tartari, 1954-1976
Un cadáver descompuesto.  Una historia olvidada.  Una ciudad y un nombre familiares.  Un artículo periodístico.  Y en el artículo, una frase (la del encabezado) haciendo crujir el oxidado engranaje de la memoria, abriendo en dos el dilatado cauce de la sangre, descorriendo el velo del pasado y sus pesadas puertas, hurgando en las heridas.
¿Por qué, entonces, este artículo?  Porque “Mitre 327” es mi casa.  Pero comencemos por el principio.

Cuando fuimos a vivir a Bolivar, en algún momento del ´73 (mi viejo ya iba a laburar desde unos años antes) alquilábamos una casa en la calle Olavarría.  Yo, apenas de unos meses entonces, guardo vagos recuerdos de esa estancia: una entrada por una especie de garage, un patio, una puerta a la izquierda que daba a una pieza pequeña, un living con ventana a la calle… La familia pronto se agrandó con mi hermana, y en Diciembre del ´74, después de un gran esfuerzo, pudimos mudarnos a una casa propia, recientemente comprada a una fa
milia de campo cuyos hijos estaban estudiando en La Plata.  Sus nombres: Vicente Perez y Yolanda Tartari de Perez.  La dirección: Mitre 327.
Así fue que nos mudamos a nuestra casa.  Por una extraña habilidad que tengo para recordar eventos muy lejanos en el tiempo (habilidad que es, por otra parte, absolutamente estéril e improductiva, e incluso muchas veces perjudicial) recuerdo también el día en que, en medio de llantos y en un vehículo extraño, llegué a las extrañas paredes que hoy me son familiares.  Rápidamente nos integramos al barrio: era toda gente de campo que, siendo vecinos en sus tierras, ahora más grandes y sin tanta fortaleza para los trabajos rurales, habían decidido mudarse al pueblo pero sin dejar de ser vecinos.  Los hijos y los nietos continuaban esa amistad transgeneracional.  Mi cuadra era una gran familia: los vecinos se cruzaban a tomar mate, jugábamos con todos los chicos de la manzana, y los anteriores dueños de mi casa pasaban a saludar a sus amigos de siempre y a visitar su antigua casa, ahora nuestra.  Cuando Yolanda (la antigua dueña de casa) quedó viuda en el ´75´, comenzó a alternar sus días entre sus amigos en mi barrio y sus hijos en La Plata.  Alberto y Mirtha, sus hijos, estudiaban en la UNLP, el varón medicina y la chica arquitectura. 
El año 75 trajo en mi familia un nuevo nacimiento; en el país, sin embargo, la vida se debatía en un laberinto complejo de violencia política creciente.  El ´76 no empezó mejor, y la espiral del terror tuvo su climax el 24 de Marzo con el golpe de Estado.  La violencia, sin embargo, no descendió, sino que, al contrario, recrudeció en el accionar de grupos paramilitares que actuaban impunemente, secuestrando y realizando allanamientos sin orden ni aviso. 
Un día de Septiembre del ´76, en La Plata, les tocó a los antiguos habitantes de mi casa, los hermanos Perez, padecer un allanamiento: cayó un “grupo de tareas” al departamento de 1 y 54 que compartían Mirtha y Alberto.  Mirtha casualmente no estaba, pero la buscaban a ella. ¿Su pecado? Ser novia de Marcelo Borrajo, militante y dirigente de la JUP (Juventud Universitaria Peronista).  Revolvieron todo y no encontraron nada, pero se llevaron todos los elementos de valor que pudieron.  Interrogaron, golpearon, amenazaron, robaron.  Finalmente se fueron, pero Mirtha estaba definitivamente marcada.
Ella había comenzado a militar políticamente en la facultad, acopañando a su novio en las actividades habituales: repartir volantes, organizar reuniones y actividades en el Centro de Estudiantes… una vida democrática normal que se resistían a dejar en medio de las presiones de la naciente dictadura.  Aún no comprendían la verdadera dimensión del peligro.  Sin embargo este reciente episodio con la patota paramilitar les dió una señal alarmante, y pensaron en exiliarse en Brasil con familiares de Marcelo, su novio.  Mientras, Mirtha se mudaría a un departamento en 39 entre 11 y 12 con Adela “Leli” Savoy, compañera de facultad y oriunda de Gualeguaychú, como su novio.  Yolanda (la madre de Mirtha) viajó para ayudarlas, pero nada la tenía preparada para lo que le tocaría vivir.  Era 17 de Diciembre de 1976.  Mirtha y Leli Savoy (su compañera) tenían un casamiento esa noche, y salieron en el auto del hermano de Mirtha para hacer mandados.  Mientras Yolanda estaba sola en el departamento cayó un grupo paramilitar.  Se apostaron sigilosamente.  Tenían información de que Marcelo Borrajo visitaría a Mirtha ese día.  Coparon la casa con Yolanda dentro y lo esperaron.  Cuando Marcelo llegó lo maniataron, lo golpearon y lo interrogaron duramente.  Las horas transcurrieron.  Mirtha no volvía y Yolanda se desesperaba.  El departamento de calle 39 se había transformado en una mazmorra.  Alberto, alarmado por la tardanza en que le devuelvan el auto, fué a lo de Mirtha y también lo detuvieron y maniataron.  Buscaban armas y elementos subversivos; esperaban a más compañeros de Marcelo, con quienes pensaban enfrentarse a los tiros… nada de eso sucedió.  Sólo encontraron algunos volantes políticos.  Yolanda y Alberto fueron liberados, con la prohibición de regresar.  Algunos vecinos vieron cómo, ya de madrugada, sacaban el cuerpo de Marcelo Borrajo envuelto en una sábana.  El grupo de tareas se robó hasta los colchones.  Mirtha nunca volvió.
Comenzó entonces para Yolanda una peregrinación oscura y desesperada: se labraron actas, se pidieron habeas corpus, se gastó dinero en personas inescrupulosas que prometían información… todos los caminos fueron infructuosos.  Solo se sabía que Mirtha había estado detenida un breve lapso en “La Cacha” (centro clandestino de detención que funcionaba en los talleres de Radio Provincia). El negro poder de la dictadura cubrió con su sombra la vida de Mirtha.  Desapareció.
Yolanda volvió a Bolívar.  Su nueva casa ahora le quedaba enorme.  Había perdido a su esposo y su hija en poco más de un año.  Un golpe tremendo.  Sólo le quedaba el recuerdo de los días felices en su vieja casa de la calle Mitre y el consuelo de sus amigos.  Empezó entonces a frecuentar el barrio: visitaba seguido a Genoveva, su antigua modista, que vivía justo frente de casa (la misma que religiosamente durante años, se cruzaba a ver las telenovelas con mi vieja), y las visitas a su antigua casa (ahora la mía) también eran frecuentes.  Yo era chico y no entendía bien quién era esa mujer extraña que miraba mi casa con ojos llorosos, como si fuera propia, y parecía querer quedarse.  Más tarde comprendí que ella revivía en su cabeza la niñez de Mirtha, sus lecciones de piano, las tardes tocando ¨Para Elisa”, los encuentros de sus hijos con los compañeros del Nacional, la vida familiar trunca y definitivamente perdida.  Alberto, el hermano de Mirtha, también venía a veces.  Miraba los rincones antiguos, evaluaba los cambios en su antigua pieza, contemplaba el doloroso paso del tiempo y sus ausencias.
Mi vieja recuerda que Yolanda, aún mucho tiempo después de la desaparición, seguía tejiendo pullóveres para Mirtha.  Hablaba del futuro reencuentro, compraba regalos para la hija ausente y guardaba prolijamente en su ropero la ropa que le tejía.  Muchos la empezaron a llamar loca.  Incluso dudaban del paradero de su hija: que se fué de viaje, que andaba en algo raro y se escapó, que tal vez una pelea familiar por la herencia… recuerdo que mi viejo se molestaba con los que la trataban de loca.  Bueno, en esa época mi viejo se molestaba con muchas cosas inexplicables; por ejemplo, con las publicidades estatales en la TV y en los partidos del Mundial 78.  Yo no entendía por qué podía serle desagradable por ejemplo un cantor tan simpático y alegre como Palito Ortega… aparecía cada tanto en publicidades hablando de soberanía, o cantando “me gusta el mar” en un spot de la Armada.  Ahora veo esas publicidades y entiendo a mi viejo perfectamente.  En el 81 se nos agrandó la familia nuevamente, pero el país no daba tregua para la felicidad.  Cada visita a nuestros familiares de La Plata era un concierto de sirenas y disparos en la noche, nombres ausentes mencionados por lo bajo, opiniones apenas sugeridas y los temidos Ford Falcon cruzando las diagonales de punta a punta.  Todavía faltaba la guerra de Malvinas y los spots surrealistas de “Argentinos a vencer”… cosas que la memoria colectiva no debería acallar tan fácilmente.
Conocí a Mirtha el día que llegó una carta para ella.  Yo tendría unos 9 años y le dije al cartero, muy seguro, que no vivía ninguna Mirtha en casa, que debería ser un error.  Para mi sorpresa la carta tenía nuestra dirección y estaba dirigida a Mirtha Perez.  Mi vieja, aumentando mi perplejidad, dijo que no había tal error, que el nombre y la dirección eran correctos, y recibió la carta con naturalidad.  Yo no entendía nada: acababa de descubrir que en mi casa vivía alguien más, a quien nunca había visto.  Mis viejos tuvieron entonces que empezar a responder preguntas difíciles, pero de a poco nos fuimos habituando a su presencia ausente en casa.  En el ´83 llegaron un par de sobres a su nombre con boletas de partidos políticos.  Y a lo largo de la década del ´80 no hubo elección que no le llegara algo (incluso hace pocos años llegaron boletas a su nombre).  Siempre las guardábamos, aunque no sabíamos bien para qué.  Para nosotros Mirtha pasó a ser una más de la familia.  Para la ley vivía en casa, y lo aceptábamos así.  Ya en la democracia podíamos responder sin miedo: está desaparecida.  Pero nadie sabía nada.  En el año ´86 apareció en Brandsen el auto que manejaba Mirtha el día de su desaparición.  Un Chevy.  Pero de Mirtha ni la sombra.
A medida que empezaron a soplar aires de libertad un rumor empezó a correr sobre su suerte: alguien dijo que dos o tres días después de su detención, un oscuro celular policial con diez presos a bordo se detuvo entre Brandsen y Gepener, que los detenidos fueron bajados a punta de pistola, que los disparos sonaron en la madrugada… “ley de fugas” le llamaban.  Nadie sin embargo lo podia corroborar. 
Parte de la sociedad hizo su esfuerzo por no olvidar y mantener viva la memoria: en 2011 se descubrió una baldosa con su nombre en 7 y 527, lugar donde, según algunos testimonios, Mirtha y su amiga fueron detenidas.  Y el sociólogo Miguel Ángel Gargiulo escribió “Policronía”, con información muy precisa sobre los desaparecidos bolivarenses, a quien le debo muchos de los datos de este artículo.  El tiempo sin embargo siguió su paso inexorable.
Los meses se hicieron años; y los años, décadas.  Y las respuestas nunca llegaron.  Yolanda siguió esperando a su hija.  Ni la muerte apagó su esperanza.  Murió sin respuestas.  Cuando entregó sus restos mortales a la tierra nunca pensó que la ciencia le daría una esperanza póstuma.  A pesar de la muerte y el olvido, como en una insospechada confirmación bíblica, la sangre inocente seguía clamando “desde la tierra”.  En 2006 se descubrieron diez cadáveres NN con impactos de bala en un cementerio de Isidro Casanova.  En 2014 se pudieron identificar los restos de Leli Savoy, la compañera de Mirtha.  Todo parecía indicar que el rumor de la masacre nocturna era cierto.  Se hicieron entonces los trámites para tomar muestras de ADN de los restos mortales de Yolanda; y Yolanda, desde la tumba, hizo su postrer esfuerzo.  En Diciembre de 2015, 39 años después del secuestro de Mirtha, los resultados dieron positivo y finalmente madre e hija pudieron descansar en paz.

Una tumba.  Un cadaver descomponiéndose.  Un nombre que se resiste al olvido.  Y el extendido cauce de la sangre abriéndose como una ventana al pasado. 
Debo reconocer que el último tiempo me había olvidado de Mirtha: crecí, ya no vivo en la casa paterna, y una maraña de crisis y de tiempo nos puso en otro siglo.  ¿Cuántas veces recibí su correspondencia? ¿Cuántas veces nos preguntamos por su destino? ¿Cuántas veces recé por ella?  Ya no lo recuerdo.  Cuando vi su nombre en el artículo que anunciaba su identificación, y nuestra dirección en él, 40 años me explotaron entre las manos. ¿Por qué revolver entonces los rincones perdidos? ¿Por qué traer al presente los dolores viejos?  Hace unos meses empezó un debate estéril sobre el número de desaparecidos.  Detrás del argumento sutil de sopesar la mentira o la verdad del número en una balanza estadística (como si la verdad fuera estadística) mucha gente empezó a soslayar la contundencia de los sucesos; y, como las opiniones venían de personas en el gobierno, los paladines de la justicia del régimen y sus megáfonos mediáticos amplificaron la defensa de la falacia.  Pero detrás de los números hay nombres, ADN, personas con historias reales, y es una verdadera injusticia que lo que se debata sea su número y no quién secuestró, quien torturó, quien detuvo el celular en el descampado, quién disparó las balas asesinas en la madrugada…  No hablamos de números, hablamos de personas.  Y de personas que necesitan justicia.  Porque en el tema de los desaparecidos no hay 22 mil mentiras: hay una sola gran mentira, enorme e ineludible, y es la siguiente: que no “desaparecieron”.  Los mataron.  Y luego ocultaron todos los rastros posibles.  “Y el Señor le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Génesis 4, 10).  Mientras no haya justicia, seguirá clamando.
 
PD: a la memoria de Mirtha Perez y Yolanda Tartari de Perez.








                      Mirtha I

rene Pérez Tartari, 1954-1976.

2 comentarios:

  1. Gracias por el recuerdo, tan sentido y verdadero !! ...recuerdo a Mirta un año anterior al mío, en el viejo Colegio Nacional, de la calle Guemes, los recreos, las clases de educación física, los bailes, su frescura, una morocha hermosa, fina,

    delicada...siempre la recordé y la recordaré !! HLVS !!



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  2. gracias por el articulo,cuantos recuerdos , cuanta pena ,cuanta impotencia,pertenezco a esa generacion diezmada,me ha hecho mb leerlo , de nuevo gracias.

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