Francisco Andres Flores,
Mentiras y
verdades de los desaparecidos.
“Muchos recuerdan aún la casa de la familia ubicada en
calle Mitre 327”.
Mirta, Irene Pérez Tartari, 1954-1976 |
Un cadáver descompuesto.
Una historia olvidada. Una ciudad
y un nombre familiares. Un artículo
periodístico. Y en el artículo, una
frase (la del encabezado) haciendo crujir el oxidado engranaje de la memoria,
abriendo en dos el dilatado cauce de la sangre, descorriendo el velo del pasado
y sus pesadas puertas, hurgando en las heridas.
¿Por qué, entonces, este artículo? Porque “Mitre 327” es mi casa. Pero comencemos por el principio.
Cuando fuimos a vivir a Bolivar, en algún momento del ´73
(mi viejo ya iba a laburar desde unos años antes) alquilábamos una casa en la
calle Olavarría. Yo, apenas de unos
meses entonces, guardo vagos recuerdos de esa estancia: una entrada por una
especie de garage, un patio, una puerta a la izquierda que daba a una pieza
pequeña, un living con ventana a la calle… La familia pronto se agrandó con mi
hermana, y en Diciembre del ´74, después de un gran esfuerzo, pudimos mudarnos
a una casa propia, recientemente comprada a una fa
milia de campo cuyos hijos
estaban estudiando en La Plata. Sus
nombres: Vicente Perez y Yolanda Tartari de Perez. La dirección: Mitre 327.
Así fue que nos mudamos a nuestra casa. Por una extraña habilidad que tengo para
recordar eventos muy lejanos en el tiempo (habilidad que es, por otra parte,
absolutamente estéril e improductiva, e incluso muchas veces perjudicial) recuerdo
también el día en que, en medio de llantos y en un vehículo extraño, llegué a
las extrañas paredes que hoy me son familiares.
Rápidamente nos integramos al barrio: era toda gente de campo que,
siendo vecinos en sus tierras, ahora más grandes y sin tanta fortaleza para los
trabajos rurales, habían decidido mudarse al pueblo pero sin dejar de ser
vecinos. Los hijos y los nietos
continuaban esa amistad transgeneracional.
Mi cuadra era una gran familia: los vecinos se cruzaban a tomar mate,
jugábamos con todos los chicos de la manzana, y los anteriores dueños de mi
casa pasaban a saludar a sus amigos de siempre y a visitar su antigua casa,
ahora nuestra. Cuando Yolanda (la
antigua dueña de casa) quedó viuda en el ´75´, comenzó a alternar sus días entre
sus amigos en mi barrio y sus hijos en La Plata. Alberto y Mirtha, sus hijos, estudiaban en la
UNLP, el varón medicina y la chica arquitectura.
El año 75 trajo en mi familia un nuevo nacimiento; en el
país, sin embargo, la vida se debatía en un laberinto complejo de violencia
política creciente. El ´76 no empezó
mejor, y la espiral del terror tuvo su climax el 24 de Marzo con el golpe de
Estado. La violencia, sin embargo, no
descendió, sino que, al contrario, recrudeció en el accionar de grupos
paramilitares que actuaban impunemente, secuestrando y realizando allanamientos
sin orden ni aviso.
Un día de Septiembre del ´76, en La Plata, les tocó a los
antiguos habitantes de mi casa, los hermanos Perez, padecer un allanamiento:
cayó un “grupo de tareas” al departamento de 1 y 54 que compartían Mirtha y
Alberto. Mirtha casualmente no estaba,
pero la buscaban a ella. ¿Su pecado? Ser novia de Marcelo Borrajo, militante y
dirigente de la JUP (Juventud Universitaria Peronista). Revolvieron todo y no encontraron nada, pero
se llevaron todos los elementos de valor que pudieron. Interrogaron, golpearon, amenazaron,
robaron. Finalmente se fueron, pero
Mirtha estaba definitivamente marcada.
Ella había comenzado a militar políticamente en la
facultad, acopañando a su novio en las actividades habituales: repartir
volantes, organizar reuniones y actividades en el Centro de Estudiantes… una
vida democrática normal que se resistían a dejar en medio de las presiones de
la naciente dictadura. Aún no
comprendían la verdadera dimensión del peligro.
Sin embargo este reciente episodio con la patota paramilitar les dió una
señal alarmante, y pensaron en exiliarse en Brasil con familiares de Marcelo,
su novio. Mientras, Mirtha se mudaría a
un departamento en 39 entre 11 y 12 con Adela “Leli” Savoy, compañera de
facultad y oriunda de Gualeguaychú, como su novio. Yolanda (la madre de Mirtha) viajó para
ayudarlas, pero nada la tenía preparada para lo que le tocaría vivir. Era 17 de Diciembre de 1976. Mirtha y Leli Savoy (su compañera) tenían un
casamiento esa noche, y salieron en el auto del hermano de Mirtha para hacer
mandados. Mientras Yolanda estaba sola
en el departamento cayó un grupo paramilitar.
Se apostaron sigilosamente.
Tenían información de que Marcelo Borrajo visitaría a Mirtha ese
día. Coparon la casa con Yolanda dentro
y lo esperaron. Cuando Marcelo llegó lo
maniataron, lo golpearon y lo interrogaron duramente. Las horas transcurrieron. Mirtha no volvía y Yolanda se
desesperaba. El departamento de calle 39
se había transformado en una mazmorra.
Alberto, alarmado por la tardanza en que le devuelvan el auto, fué a lo
de Mirtha y también lo detuvieron y maniataron.
Buscaban armas y elementos subversivos; esperaban a más compañeros de
Marcelo, con quienes pensaban enfrentarse a los tiros… nada de eso
sucedió. Sólo encontraron algunos
volantes políticos. Yolanda y Alberto
fueron liberados, con la prohibición de regresar. Algunos vecinos vieron cómo, ya de madrugada,
sacaban el cuerpo de Marcelo Borrajo envuelto en una sábana. El grupo de tareas se robó hasta los
colchones. Mirtha nunca volvió.
Comenzó entonces para Yolanda una peregrinación oscura y
desesperada: se labraron actas, se pidieron habeas corpus, se gastó dinero en
personas inescrupulosas que prometían información… todos los caminos fueron
infructuosos. Solo se sabía que Mirtha
había estado detenida un breve lapso en “La Cacha” (centro clandestino de
detención que funcionaba en los talleres de Radio Provincia). El negro poder de
la dictadura cubrió con su sombra la vida de Mirtha. Desapareció.
Yolanda volvió a Bolívar.
Su nueva casa ahora le quedaba enorme.
Había perdido a su esposo y su hija en poco más de un año. Un golpe tremendo. Sólo le quedaba el recuerdo de los días
felices en su vieja casa de la calle Mitre y el consuelo de sus amigos. Empezó entonces a frecuentar el barrio:
visitaba seguido a Genoveva, su antigua modista, que vivía justo frente de casa
(la misma que religiosamente durante años, se cruzaba a ver las telenovelas con
mi vieja), y las visitas a su antigua casa (ahora la mía) también eran
frecuentes. Yo era chico y no entendía
bien quién era esa mujer extraña que miraba mi casa con ojos llorosos, como si
fuera propia, y parecía querer quedarse.
Más tarde comprendí que ella revivía en su cabeza la niñez de Mirtha,
sus lecciones de piano, las tardes tocando ¨Para Elisa”, los encuentros de sus
hijos con los compañeros del Nacional, la vida familiar trunca y
definitivamente perdida. Alberto, el
hermano de Mirtha, también venía a veces.
Miraba los rincones antiguos, evaluaba los cambios en su antigua pieza,
contemplaba el doloroso paso del tiempo y sus ausencias.
Mi vieja recuerda que Yolanda, aún mucho tiempo después
de la desaparición, seguía tejiendo pullóveres para Mirtha. Hablaba del futuro reencuentro, compraba
regalos para la hija ausente y guardaba prolijamente en su ropero la ropa que
le tejía. Muchos la empezaron a llamar
loca. Incluso dudaban del paradero de su
hija: que se fué de viaje, que andaba en algo raro y se escapó, que tal vez una
pelea familiar por la herencia… recuerdo que mi viejo se molestaba con los que
la trataban de loca. Bueno, en esa época
mi viejo se molestaba con muchas cosas inexplicables; por ejemplo, con las
publicidades estatales en la TV y en los partidos del Mundial 78. Yo no entendía por qué podía serle
desagradable por ejemplo un cantor tan simpático y alegre como Palito Ortega…
aparecía cada tanto en publicidades hablando de soberanía, o cantando “me gusta
el mar” en un spot de la Armada. Ahora
veo esas publicidades y entiendo a mi viejo perfectamente. En el 81 se nos agrandó la familia
nuevamente, pero el país no daba tregua para la felicidad. Cada visita a nuestros familiares de La Plata
era un concierto de sirenas y disparos en la noche, nombres ausentes mencionados
por lo bajo, opiniones apenas sugeridas y los temidos Ford Falcon cruzando las
diagonales de punta a punta. Todavía
faltaba la guerra de Malvinas y los spots surrealistas de “Argentinos a
vencer”… cosas que la memoria colectiva no debería acallar tan fácilmente.
Conocí a Mirtha el día que llegó una carta para
ella. Yo tendría unos 9 años y le dije
al cartero, muy seguro, que no vivía ninguna Mirtha en casa, que debería ser un
error. Para mi sorpresa la carta tenía
nuestra dirección y estaba dirigida a Mirtha Perez. Mi vieja, aumentando mi perplejidad, dijo que
no había tal error, que el nombre y la dirección eran correctos, y recibió la
carta con naturalidad. Yo no entendía
nada: acababa de descubrir que en mi casa vivía alguien más, a quien nunca había
visto. Mis viejos tuvieron entonces que
empezar a responder preguntas difíciles, pero de a poco nos fuimos habituando a
su presencia ausente en casa. En el ´83
llegaron un par de sobres a su nombre con boletas de partidos políticos. Y a lo largo de la década del ´80 no hubo
elección que no le llegara algo (incluso hace pocos años llegaron boletas a su
nombre). Siempre las guardábamos, aunque
no sabíamos bien para qué. Para nosotros
Mirtha pasó a ser una más de la familia.
Para la ley vivía en casa, y lo aceptábamos así. Ya en la democracia podíamos responder sin
miedo: está desaparecida. Pero nadie
sabía nada. En el año ´86 apareció en
Brandsen el auto que manejaba Mirtha el día de su desaparición. Un Chevy.
Pero de Mirtha ni la sombra.
A medida que empezaron a soplar aires de libertad un
rumor empezó a correr sobre su suerte: alguien dijo que dos o tres días después
de su detención, un oscuro celular policial con diez presos a bordo se detuvo
entre Brandsen y Gepener, que los detenidos fueron bajados a punta de pistola,
que los disparos sonaron en la madrugada… “ley de fugas” le llamaban. Nadie sin embargo lo podia corroborar.
Parte de la sociedad hizo su esfuerzo por no olvidar y
mantener viva la memoria: en 2011 se descubrió una baldosa con su nombre en 7 y
527, lugar donde, según algunos testimonios, Mirtha y su amiga fueron
detenidas. Y el sociólogo Miguel Ángel
Gargiulo escribió “Policronía”, con información muy precisa sobre los
desaparecidos bolivarenses, a quien le debo muchos de los datos de este
artículo. El tiempo sin embargo siguió
su paso inexorable.
Los meses se hicieron años; y los años, décadas. Y las respuestas nunca llegaron. Yolanda siguió esperando a su hija. Ni la muerte apagó su esperanza. Murió sin respuestas. Cuando entregó sus restos mortales a la
tierra nunca pensó que la ciencia le daría una esperanza póstuma. A pesar de la muerte y el olvido, como en una
insospechada confirmación bíblica, la sangre inocente seguía clamando “desde la
tierra”. En 2006 se descubrieron diez
cadáveres NN con impactos de bala en un cementerio de Isidro Casanova. En 2014 se pudieron identificar los restos de
Leli Savoy, la compañera de Mirtha. Todo
parecía indicar que el rumor de la masacre nocturna era cierto. Se hicieron entonces los trámites para tomar
muestras de ADN de los restos mortales de Yolanda; y Yolanda, desde la tumba,
hizo su postrer esfuerzo. En Diciembre
de 2015, 39 años después del secuestro de Mirtha, los resultados dieron
positivo y finalmente madre e hija pudieron descansar en paz.
Una tumba. Un
cadaver descomponiéndose. Un nombre que
se resiste al olvido. Y el extendido
cauce de la sangre abriéndose como una ventana al pasado.
Debo reconocer que el último tiempo me había olvidado de
Mirtha: crecí, ya no vivo en la casa paterna, y una maraña de crisis y de
tiempo nos puso en otro siglo. ¿Cuántas
veces recibí su correspondencia? ¿Cuántas veces nos preguntamos por su destino?
¿Cuántas veces recé por ella? Ya no lo
recuerdo. Cuando vi su nombre en el artículo
que anunciaba su identificación, y nuestra dirección en él, 40 años me
explotaron entre las manos. ¿Por qué revolver entonces los rincones perdidos?
¿Por qué traer al presente los dolores viejos?
Hace unos meses empezó un debate estéril sobre el número de
desaparecidos. Detrás del argumento
sutil de sopesar la mentira o la verdad del número en una balanza estadística
(como si la verdad fuera estadística) mucha gente empezó a soslayar la
contundencia de los sucesos; y, como las opiniones venían de personas en el
gobierno, los paladines de la justicia del régimen y sus megáfonos mediáticos
amplificaron la defensa de la falacia.
Pero detrás de los números hay nombres, ADN, personas con historias
reales, y es una verdadera injusticia que lo que se debata sea su número y no
quién secuestró, quien torturó, quien detuvo el celular en el descampado, quién
disparó las balas asesinas en la madrugada…
No hablamos de números, hablamos de personas. Y de personas que necesitan justicia. Porque en el tema de los desaparecidos no hay
22 mil mentiras: hay una sola gran mentira, enorme e ineludible, y es la
siguiente: que no “desaparecieron”. Los
mataron. Y luego ocultaron todos los
rastros posibles. “Y el Señor le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la
sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Génesis 4, 10). Mientras no haya justicia, seguirá clamando.
PD: a la memoria de Mirtha Perez y Yolanda Tartari de
Perez.
Mirtha
I
rene Pérez Tartari, 1954-1976.
Gracias por el recuerdo, tan sentido y verdadero !! ...recuerdo a Mirta un año anterior al mío, en el viejo Colegio Nacional, de la calle Guemes, los recreos, las clases de educación física, los bailes, su frescura, una morocha hermosa, fina,
ResponderEliminardelicada...siempre la recordé y la recordaré !! HLVS !!
gracias por el articulo,cuantos recuerdos , cuanta pena ,cuanta impotencia,pertenezco a esa generacion diezmada,me ha hecho mb leerlo , de nuevo gracias.
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