Por Francisco Andres Flores
Fue en el año 2004 o 2005 más o menos. Hicimos un pesebre musical en una cárcel de
Romero, pero ya no me acuerdo cuál.
Estábamos en una especie de patio acompañados por los reclusos de mejor
conducta y separados de los más peligrosos por un alambrado olímpico. En abanico, desde nuestra posición, un
edificio casi circular de 2 pisos coronado de garitas nos espectaba. Muchos internos bajaron al patio detrás del
alambrado; otros nos miraban desde sus celdas, a través de los barrotes, y
podíamos oir sus gritos, a veces de aprobación, a veces de burla. El panóptico
esta vez se inclinaba hacia nosotros y Bentham nos apuntaba con el dedo.
La función fué emotiva y fuera de lo común:
algunos reclusos nos miraban de reojo, otros hacían chistes sobre el vestuario
(recuerdo muy bien, en la primera escena, que al aparecer el Profeta uno desde
lejos gritó “¡Parece Bin laden!” y fue inevitable reirse, incluso para los
actores), otros se enojaban en algunas escenas
y pateaban el alambrado, otros se emocionaban, otros decían piropos a las chicas del elenco… al final nació Cristo y todos terminamos celebrando la Navidad felices.
y pateaban el alambrado, otros se emocionaban, otros decían piropos a las chicas del elenco… al final nació Cristo y todos terminamos celebrando la Navidad felices.
Después de la obra, mientras desarmábamos,
escuché que alguien me llamaba.
Impersonalmente, no por mi nombre, así que me hice el desentendido. Pero la voz insistió. Entonces me dí vuelta y vi, entre los
barrotes de una ventana del segundo piso, un brazo extendido que me reclamaba. Miré a mi alrededor, esperando que fuera otro
el destinatario de la seña, pero estaba casi solo: los penitenciarios
levantaban la escenografía y el sonido, los actores guardaban el vestuario y el
resto de la banda estaba cargando instrumentos.
Yo, en cambio (y como de costumbre) me había retrasado desenchufando los
pedales de la guitarra, y me encontraba en una soledad existencial abrumadora:
la voz tras los barrotes se dirigía a mi, no a otro. Como buen católico promedio de clase cómoda
(no acomodada, que no es lo mismo, aunque generalmente coincidan), me encantaba
ayudar a pobres y necesitados y recibir la aprobación social que eso conlleva;
pero una cosa es ayudarlos y otra muy distinta es mezclarse con ellos. Y aquí Dios (o el destino, o ambos) me ponía
en el límite. Respiré hondo y fuí hacia
el muro, justo debajo de la ventana, sin ganas en absoluto y con razonable
temor, pero tampoco quería traicionar el espíritu que nos había llevado hasta
la cárcel. Así que más por orgullo y
vanidad que por otra cosa, me acerqué.
Desde la ventana una voz joven me agradeció
la función, y sin poder asomar la cabeza por las rejas, sacó entre ellas su
brazo con algo en la mano:
- Tomá , tomá… agarralo - me dijo. Dios ahora me entregaba a un acto de fe
ciega… sólo atiné a abrir las manos y atajar el objeto antes de que toque el
suelo: era un rosario de hilo. Me quedé
mirándolo, asombrado, avergonzado internamente de mis prejuicios. El joven me contó que tenía un hermano preso
en otra cárcel, me pidió que rezara por ellos y su familia… no mucho más. Caía la noche y los penitenciarios me
hicieron señas de que había que desalojar lo que quedaba.
Nunca más supe nada de aquel recluso
anónimo, ni de su hermano o su familia.
Aún, si embargo, tengo el rosario de hilo colgando en el estudio, y cada
tanto me acuerdo de él y rezo por lo que hace más de 10 años me pidiera. No sé si le habré proporcionado algún bien;
lo que él me dió, sin embargo, fue enorme: las ganas de rezar el rosario, la
certeza de que Dios hace amanecer sobre justos e injustos, y la inmensidad del
amor de Dios que no se detiene en paredes ni rejas… Muchas veces esperamos revelaciones en los
templos; a mi Dios, sin embargo, aquel día me mostró su misericordia desde un
muchacho sin rostro, culpable y condenado, a través de los barrotes de una
cárcel.
Esta anécdota la he conservado siempre en la
memoria y solo la conté un par de veces.
Pero hace unos días, cuando leía el revuelo que causó el gesto del Papa
de regalar un rosario a Milagro Sala, no pude dejar de recordar el episodio que
les acabo de contar. Así fue que nació
este artículo; claro que nunca lo terminé, porque tanto ruido se genera en ésta
época con todo lo que roza lo político, que uno casi que tiene miedo de opinar
para no perder amigos y/o familiares.
Sin embargo, otra cosa ha sucedido: ahora ha salido Margarita Barrientos,
célebre por su labor en el comedor Los Piletones, a decir que el Papa no quiso
recibirla y que fue echada por la Guardia Suiza, y que todo ésto habría sido
por su afinidad con Macri… Sus palabras
han sido repetidas en casi todos los medios y muchos periodistas de renombre
las han amplificado, aún incluso tras las desmentidas oficiales y las
inconsistencias evidentes de la versión de Barrientos. ¿Qué pecado ha cometido el Papa para que, de
golpe, se gasten tantos minutos televisivos y tanta tinta en criticarlo? ¿Es
solo por el rating del escándalo? ¿O hay algo
más? Éste será el tema del presente
artículo y de un par subsiguientes. Tal
vez deje más interrogantes que respuestas, tal vez gane más enemigos que
amigos… me altera sin embargo el estado actual de cosas en el cual es casi
imposible opinar sin que alguien te cuelgue un cartel político o ideológico;
correré, por lo tanto, el riesgo.
¿Será culpable Milagro Sala? ¿El Papa la apoyó mandándole un rosario? ¿O sólo la mandó a rezar? Elucubraciones estériles. Sólo sé que, en un estado de derecho, el
juicio y la sentencia pertenecen al poder Judicial, no a los medios ni a la
opinión pública; y que la presunción de inocencia no es una expresión de deseo:
es un derecho. Vale para Milagro Sala,
los Kirchner, Lázaro Báez, Niembro y también para el actual Presidente y su
multitud de causas judiciales. También
sé (y por propia experiencia, como acabo de contar arriba) que todo rosario es
una bendición del cielo. No lo recibimos
porque seamos santos; pero, buenos o malos, nos pone en camino. No nos hace mejores que el prójimo el
regalarlo; pero, buenos o malos, nos acerca al prójimo. También puedo afirmar que todo rosario
persigue un milagro: salud, trabajo, bienestar, conversión… el que Francisco le
dió a Milagro persigue uno bien difícil: la reconciliación de todos los
argentinos. Muchos se llenan la boca en
éstos días hablando de “la grieta”; muy pocos, sin embargo, tienen la valentía
de tender un puente. Es más: se toma
como un traidor a quien ose cruzar amistosamente la línea; incluso (y muy
dolorosamente constato que sucede también entre católicos) al Papa, Pontífice
criticado por hacer puentes.
Creo que ese es el núcleo de la
cuestión. Los que quieren la guerra son
más duros con los pacifistas, a quienes consideran traidores (o por lo menos
blandos e ingenuos) que con los verdaderos enemigos, a quienes, por
conveniencia o temor, al menos respetan; con quienes incluso están dispuestos a
sentarse a negociar, cosa que no harían jamás con aquellos que les generen dudas internas o planteen un límite
ético a su voluntad avasallante. Y
sucede que, a ambos lados de la grieta, aún hay mucha gente dispuesta para la
guerra, reuniendo contendientes y cerrando filas… Cerrar filas para la batalla implica, básicamente,
eliminar toda disidencia; y el Papa, en este momento, representa la más atroz
de las disidencias: el Amor.
En los últimos meses he visto multitud de
personajes desfilando por las pantallas diciendo y desdiciendo cosas del
Papa. He visto gente que lo amaba cuando
era Jorge criticándolo duramente ahora que es Francisco, y he visto también lo
contrario. He visto la hipocresía y la
desvergüenza de muchos políticos y analistas operando mediáticamente para desprestigiar
la imagen del Papa… Yo sin embargo me
enorgullezco de tener el Papa que tenemos: el revuelo que levantan sus acciones
es porque van a contramano de un mundo que se ha vuelto ambicioso y egoísta; si
las autoridades se enfadan por sus gestos, es porque comprenden que está más
allá de sus mezquinos intereses, y que su sola presencia es un límite a la
autoridad que pretenden ilimitada o, por lo menos, sin más regulación ética que
la ideología o el mercado. Nada de ésto
sin embargo cambiará al mundo: sólo el amor es revolucionario, porque sólo el
amor puede cambiar las cosas de raiz.
Brindo por un Papa que hace del amor su testimonio y su evangelio.
Brindo también por los rosarios, signos de
la disidencia del amor, y por los milagros que buscan.
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